sábado, 14 de julio de 2012

De arte compartido y teléfonos rotos.

En las tardes calurosas acostumbraba a dejarse caer en la cama y se distraía con alguna película cuya visualización ya había pospuesto 3 o 4 veces. No tenía un gusto exquisito para el cine y casi nunca vio una película lo suficientemente mala como para quitarla. A pesar de que de pequeño le habían repetido varias veces que había demasiadas cosas bonitas por ver en este mundo como para volver a ver las ya vistas, él veía sus películas favoritas una y otra vez. Se perdía en los pequeños detalles, alguna vez se sorprendía descubriendo una nueva emoción gracias a un plano y una frase que habían pasado desapercibidos la vez anterior. Sin embargo, por lo general, simplemente disfrutaba de ver y sentir exactamente lo mismo. Alguna vez se hartaba de alguna de esas películas favoritas pero al poco tiempo volvía a ellas como un niño cuando vuelve a la playa después del invierno. A veces le daba por leer,y subrayaba las frases que más le gustaban para apuntarlas luego en un cuaderno que nunca escribió titulado "Frases que más me gustan". Los libros eran más difíciles que las películas, tenía una lista de lecturas que le habían recomendado y solían ser esas sus elegidas para empezar a leer. Le gustaba leer, ver o escuchar cosas que le habían recomendado, sobretodo si lo había hecho Sandra. Sin darse cuenta jugaba a descubrir los pensamientos y emociones que ella había tenido mientras se impregnaba de ese arte que había considerado apropiado para recomendarle. Así intentaba, con éxito, no transformar su soledad y aburrimiento en borracheras y drogas, eso lo dejaba para las contadas ocasiones en las que se dignaba a hacer caso a sus amigos y salía con ellos. Cuando la ausencia se convertía en dolor, intentaba aprovechar para crear su propio arte, ya que, aunque se sintiese identificado con todas esas palabras de artistas que nunca llegaba a apuntar, se veía capaz de explicarlo mejor por si mismo. A veces llamaba, pues tenía miedo de olvidar su voz, pero prefería no hacerlo muy a menudo puesto que la frialdad del teléfono le resultaba incómoda y también porque no solía tener mucho que contar. Las anécdotas parecían vacías, y lo único que conseguían era aumentar la soledad de la habitación.  Además al colgar le invadía la añoranza mientras en su cabeza retumbaba ese adiós con tono triste que tenía tanto de "siento que no estés aquí" como de "siento que no tengamos nada más que decir".

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