domingo, 5 de agosto de 2012

hopelandic

Cuando nos despedimos a gritos en esa fría sala de espera nos odiábamos como nunca imaginé que se pudiese odiar a alguien. Nos odiábamos tanto... Yo no sabía si la odiaba más a ella o a mí. Odiaba odiarla. Pero no me arrepentía de haber llegado a ese punto. Todas las pequeñas divergencias, graciosas y necesarias en los días de esplendor para no caer en el aburrimiento, eran ahora una corriente imparable hacia la destrucción. Sus ojos encendidos se clavaban en mí mientras el fin se acercaba, cada vez más decidido, sin miedo ya a destrozar todos los recuerdos y a dividir para siempre dos vidas que ya hacía demasiado tiempo que se habían encontrado. Sus ojos encendidos buscaban en los míos la mirada definitiva, un último intercambio de sentimiento mutuo. Odio, sí, pero recíproco. Dos almas tan hartas como dependientes la una de la otra. Dos almas que deseaban morir, acabar juntas la historia que ya no podían continuar. Me dolía todo, me dolía la cabeza, los ojos, el pecho. Me dolían los pensamientos. Me dolían los recuerdos del principio que mi mente me enseñaba en un intento desesperado de evitar lo inevitable. Y ella. Por un momento sus ojos se limpiaban de odio y la tristeza los invadía, pero cuando parecía que habría un respiro la realidad volvía, y con ella la desesperación ante la imposibilidad de resolver el problema, ante la imposibilidad de no abandonar. Fueron horas. Y no es que me lo pareciese a mí. Miré el reloj, fueron horas. Horas en las que el deseo de salir corriendo era tan fuerte como el deseo de permanecer allí, sin cambios, vivir para siempre en esa espiral de dolor que nos permitiese conservar el vínculo que no estábamos preparados para abandonar. No me arrepentía de haber llegado a ese punto. Habíamos exprimido todo. Habíamos intentado todo. Y deseé no volver a sentir jamás ni lo bueno ni lo malo que había sentido por ella. Deseé dormirme. Deseé volver al principio y luego lo descarté al pensar en que cualquier principio tiene un final. Se me pasaron por la cabeza los errores y los aciertos en forma de estadísticas deportivas. Se me pasaron los mejores momentos, las vacaciones en París pasaban a cámara lenta por mi mente mientras mi propia voz comentaba "Es difícil elegir el mejor momento pero sin duda esa noche en los campos elíseos es digna del premio ¿no crees Adri?". Me odié por tener esa tendencia a convertir la realidad en un juego de niños. Y entonces la miré y le dije que se hacía tarde, que perdería el avión, y ella empezó a llorar y ya no paró.

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